Repensar la educación y la vida

Aunque relativa y limitada, mi trabajo en la Facultat de Magisteri de la Universitat de València me ha dado cierta familiaridad con algunos colegios, y es ésta la que me anima ahora a formular unos rasgos generales del sistema educativo. El primero de ellos es que no podemos hablar de un sistema educativo, sino de muchos. Pues no hay teoría ni práctica común sobre lo que debería ser un buen colegio y una buena educación, ni tampoco sobre la mejor manera de conseguirlos. Esto deja de ser sorprendente en cuanto recordamos que en este país no hay acuerdo sobre casi nada. Lo verdaderamente preocupante, sin embargo, es que ni siquiera lo haya sobre lo que es o debería de ser una sociedad democrática. Reducida, desde un extremo ideológico, al inhumano cumplimiento de las leyes del libre mercado para que éste acabe trasladando sus desigualdades y jerarquías a todos los ámbitos de la vida social; reducida, desde el otro, al acceso universal a ayudas y servicios públicos burocratizados que nada hacen por facilitar la iniciativa y la participación activa de sus beneficiarios, el margen de acuerdo es mínimo entre las respectivas fuerzas políticas. Sus discursos, actos y enfrentamientos acaban penetrando en la ciudadanía. Lejos de suturar esta discrepancia, la educación no puede más que sufrirla. De cara a fundamentar un acuerdo educativo, ni siquiera vale apelar al discurso técnico de educadores y pedagogos, pues no sólo existen escuelas y tradiciones diferentes entre ellos, sino que al mínimo contacto con la sociedad civil sus ideas se desfiguran y distorsionan para acomodarse a las perspectivas informales que sobre educación tienen los padres, los agentes sociales, y el resto de grupos de una ciudadanía diversa. Quien debería tener argumentos técnicos, no es capaz de convencer a nadie. El educador no puede educar a la ciudadanía y se retira.

En estas circunstancias, no sorprende que la diversidad del sistema educativo se vea acompañada —y matizada— por una falta generalizada de ambición, de rigor y de expectativas. Es ésta la segunda característica que me atrevo a señalar. Como la anterior, también es fiel reflejo de nuestra sociedad, en este caso de las escasas expectativas que todos ponemos sobre nuestras vidas y sobre la democracia que debería ayudarnos a cumplirlas. Igual que los adultos nos resignamos sin remedio a empleos insatisfactorios de los que no esperamos nada y nada esperan de nosotros, también damos por bueno que nuestros niños y niñas desaprovechen la mayoría de su tiempo en actividades que no tienen ningún valor, que no se relacionan con el arte o la ciencia ni siquiera como aproximaciones, que no despiertan el interés ni la capacidad de los niños, ni alientan, por lo tanto, su responsabilidad. Hablo de aquellos colegios que priman la enseñanza libresca y memorística como fórmula de éxito, tanto como de los que ponen todo el énfasis en la gestión de una sentimentalidad y sociabilidad indisciplinadas y vacías. Nada quedará de todo esto: ni al final del trimestre, ni en los recuerdos y hábitos de sus vidas adultas, ni en la historia de la humanidad. En el trabajo, en el colegio y en la familia, niños y adultos nos hallamos igualmente separados de la mejor posibilidad vital, de ese ideal participativo al que originariamente se vinculó la democracia, y que prometía que todos tendríamos acceso a los medios materiales e intelectuales que nos permitirían relacionarnos con el entorno mediante vidas atravesadas por el arte y por la ciencia. Que este ideal no vaya a dominar nuestras escuelas antes de que sea asumido por el conjunto de la sociedad no significa, en modo alguno, que aquellos colegios que hayan llegado a él por su cuenta no deban comprometerse con él cuanto antes, marcando para los niños, desde los primeros años de sus vidas, el umbral al que deberían aspirar en todas sus experiencias futuras.

Finalmente, en todos los colegios que he visitado he confirmado la existencia de una comunidad de maestros y maestras, niños y niñas, llena de cariño, respeto y sonrisas. Más que cualquier otra cosa, esto también es un reflejo de la sociedad española, que sólo consigue evitar la depresión y la anomía gracias a la compensación que le ofrece una sociabilidad espontánea e intensa (también, elevando a enfrentamiento constante sus diferencias). Como ocurre con el almuerzo o el café durante o después del trabajo, si el colegio todavía es soportable es por las relaciones de afecto que establecen maestros y maestras, niños y niñas, los unos con los otros, tanto en la periferia de los recreos como en el corazón mismo de las asignaturas.

Mas —¡desgracia!— he aquí que una pandemia global impone ahora severas restricciones sobre lo que los niños y niñas pueden hacer en las escuelas cuando hablan de sus cosas, cuando comen, estudian, corren y juegan, y sobre la cercanía que han de mantener con sus profesores. Y entonces, lo único que redimía a esta institución queda cuestionado; se debilita su verdadera fortaleza. Con esta crisis sanitaria, la comunidad educativa empieza a notar que se le agotan las fuentes de sentido y satisfacción. Me lo dice, entre otras cosas, la mirada entre feliz y triste de mi hija mayor, cuando la recogemos tras el primer día de colegio con las nuevas medidas. En esta tesitura, tan convencido estoy de que los profesionales de las escuelas serán capaces de reconstruir aquellas redes de afecto anteriores a la pandemia, como lo estoy de que con esto no bastará, de que la educación ha de ser más que eso, y de que más valdría que empezásemos a repensar de arriba abajo nuestra democracia, nuestra educación y nuestras vidas.

(Publicado en el diario Levante. El mercantil valenciano el día 11 de septiembre de 2020: https://www.levante-emv.com/opinion/2020/09/11/repensar-educacion-vida-11120172.html)

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