Sinfonía adolescente dedicada a dios

Cualquier melómano conoce la historia. «Una sinfonía adolescente dedicada a Dios» fue el modo en que Brian Wilson, líder de los Beach Boys, describió en 1967 lo que pretendía conseguir con su álbum ‘Smile’, del que por aquel entonces el público sólo había escuchado la inolvidable ‘Good vibrations’ (que es una sinfonía en sí misma). El proyecto ‘Smile’ fracasó, pero no así la idea que lo inspiraba. El propio Wilson la vio encarnada en el álbum ‘Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band’, de los Beatles, a cuya primera escucha reaccionó diciendo: «¡Lo han conseguido antes que yo!». Ese ideal estaba en el ambiente; de hecho, pertenecía al Zeitgeist de esa época dorada de la cultura de masas que fue la década de los sesenta en Estados Unidos, cuando todo el saber de la humanidad se hizo accesible, por vez primera, a las capas mayoritarias de la población gracias a la fortaleza de un Estado que lograba democratizar las potencialidades de la sociedad de consumo y el mercado mundial. Los jóvenes estaban en el centro mismo de ese gran proyecto al que Lyndon B. Johnson llamó la Gran sociedad. Sólo en aquel contexto de democracia material se puede entender que un joven de veinticuatro años, formado en los colegios e institutos públicos de la zona de Los Ángeles, soñase con componer una sinfonía divina y, a su vez, que toda una generación de adolescentes aguardase expectante escucharla. El modelo, claro está, no estuvo exento de contradicciones violentas: la misma sociedad norteamericana que aspiraba a convertirse en una sinfonía adolescente dedicada a Dios mandaba a sus jóvenes a desatar el infierno en Vietnam.

Wilson fracasó en un intento que lo consumió durante décadas. Sólo en 2004, a los sesenta y dos años (y con todo tipo de crisis personales a sus espaldas) logró publicar el disco con el que creía haber hecho justicia a su idea original. Desde un punto de vista estético, lo que caracteriza una sinfonía adolescente dedicada a Dios es lo mismo que todo artista ha entendido por una obra de arte perfecta (al menos desde el romanticismo alemán). Debía ser una creación que combinase la espontaneidad y la energía de la adolescencia con la estructura, el control técnico y la medida que sólo la madurez era capaz de dar. Ese equilibrio imposible era lo que la hacía divina, no en un sentido religioso sino trascendente. En la música, esta apuesta se traducía en una combinación de recursos sonoros que habían pertenecido a épocas, tradiciones y géneros musicales diferentes, y que de pronto se fundían en armonía. Así ocurría con ‘Good vibrations’ o ‘Strawberry fields for ever’, de los Beatles, donde los vientos y los hierros de orquesta se combinaban de forma vanguardista con ruidos y palabras de una vida moderna palpitante, así como con las tradicionales baterías, guitarras y bajos del rock.

Hace unos días, un hombre de sesenta años llamado Robe Iniesta (el otrora vocalista del grupo Extremoduro) publicó su propia sinfonía adolescente dedicada a dios. Habla sobre el amor y se llama ‘Mayéutica’. Es éste un disco donde la diversidad y la unidad van de la mano, donde el todo es indisociable de las partes, donde todas las canciones son una, donde la regularidad de su estructura se conjuga con la constante novedad melódica, donde los violines —como no podía ser de otra manera— se solapan con baterías y guitarras eléctricas. Lo extraordinario no es el planteamiento, claro, sino que triunfa, pues su derrumbe de fronteras se justifica por un fin superior que tal vez no se entienda, pero se escucha. En una era caracterizada por las bajas expectativas en casi todos los órdenes de la vida, donde los días tienen la sustancia de instantes deslizándose sobre una pantalla, todavía resulta más admirable que otra persona —esta vez desde la esfera de la política— haya decidido reactualizar en Estados Unidos las mismas políticas económicas y sociales que rejuvenecieron la democracia durante los años sesenta. Se llama Joe Biden. Tiene casi ochenta años. Quién sabe: quizá uno deba ser un poco viejo para creerse aún que el mundo puede ser una sinfonía adolescente dedicada a Dios, que la democracia —como escribió John Dewey— puede convertirse en una obra de arte, que la unidad de un pueblo podrá conjugarse con la diversidad de sus gentes cuando todas ellas —con independencia de raza, género, estatus socio-económico o edad— dispongan de los recursos que necesitan para interactuar con su mundo de forma libre y creativa. Bienvenida sea esa vejez para recordarnos lo que algún día significó la juventud y la vida.

[Texto publicado originariamente en el diario El Levante. El mercantil valenciano el martes día 1 de junio de 2021]

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